Supe enseguida qué día era porque no me llamaron para ir a la escuela, con la pieza a oscuras y el olor a encierro que viene de la mancha de humedad que hay debajo de mi cama. Hoy me despertó la ventana abierta, la pieza estaba amarilla y llena de aire por todos lados. Todavía medio dormido, estuve un rato embobado con la cortina, viéndola inflarse de sol y de viento, como una bandera del sábado.
Salté de la cama y fui directo a prender la tele de la cocina. Mirar dibujitos
fue como seguir soñando, como mirar la cortina. Aguanté hasta una propaganda
para ir al baño. Mientras me lavaba la cara y trataba de aplastarme los pelos,
el ventiluz se iba haciendo cada vez más luminoso, los ruidos de afuera
golpeaban el vidrio y un cosquilleo se me prendió de la espalda, una urgencia
por salir. Porque hoy era sábado y solamente tenía que estar del otro lado para
hacer lo que quisiera. Tiré el peine en cualquier lado y corrí a cambiarme,
después corrí al patio y afuera seguí corriendo, despegando el agua del pasto,
abriendo los brazos en el aire todavía vacío de bichos y olores, absorbiendo
por la boca pedazos del frío de la noche que se iban al cielo.
Después subí a mi lugar. La escalera de madera y la silla retenían algo de la humedad de la noche. Saqué la honda del escondite y me puse a tirar unos tiros contra las botellas del fondo. Lo mejor de mi lugar es la altura; no es que sea alto, pero al separarme del suelo es como si me sentara a mirar todo desde muy lejos, desde un lugar fuera del día; como mirar la mañana en la televisión, pero al mismo tiempo estar dentro de la tele. Por ejemplo, cuando mamá llegó con el balde lleno de ropa y se puso a tenderla, yo podía ver cómo las sábanas dejaban de ser un bollo y se estiraban en el cordel, como desperezándose. De repente ella estaba en un barco al sol, se perdía detrás de las velas que se hinchaban con el viento, daban chicotazos y volvían a caer, casi rozaban el pasto, entonces aparecía de nuevo tendiendo unas medias, cantando la música que había puesto adentro. Cuando terminó se fue sin verme. Eso también me gusta de mi lugar, que nadie presta atención si estoy ahí. Salté y caí perfecto. Del otro escondite agarré piedras de las buenas, me calcé la honda en el elástico del pantalón y la tapé con la remera. “Me voy”, grité antes de salir por el portón.
En la calle, el sol ya miraba por
encima de los techos y las sombras de todas las piedras finitas como lombrices
empezaban a esconderse. Es raro que los fines de semana vaya para el centro,
donde están Daro, Santiago, que hace rato estaría sentado en la computadora;
donde tengo el club y los jueguitos. Prefiero no cruzar la avenida; irme para
las calles de atrás, de tierra y con piedras para la honda, buscar en los
zanjones, entre los charcos y los sapos, en la canchita, en las plantas y
baldíos gigantes y ver si lo encuentro a Nazareno. Casi siempre anda cazando o
probando alguno de sus carros y me quedo con él, damos vueltas por cualquier
lado hasta que bajamos una paloma y tenemos que llevarla al palomar, o hay que
hacerle alguna modificación al carrito.
A su casa no entré nunca, siempre nos
quedamos en el patio. Un terreno cerrado por alambrados caídos; lleno de
porquerías, de pedazos de motos del hermano que nos aportaban las ruedas para
los carros, aunque después se terminaban matando. Había también una tapa de
heladera que algún día íbamos a usar como balsa, la cucha del galgo cachorro,
el Flecha; en el fondo una canilla en un piletón de cemento, y de lado a lado
lo cruzaba un alambre, donde cada tanto aparecían como misteriosos pajaritos de
colores las bombachas y corpiños de la madre de Naza.
Y el palomar. Lo habíamos armado en
un día; en realidad yo había hecho poco. Tenía algo más de un metro y medio de
lado, cuadrado y no mucho más alto que nosotros. De afuera me hacía acordar al
kiosco de la plaza, claro que sin estar pintado de colores, sin las revistas y
los alfajores. Lo habíamos hecho con maderas de distintas clases que trajimos
de la calle con los carros; casi todas estaban chuecas o podridas y por eso
dejaban pasar bastante aire entre las hendijas, pero lo mantenían siempre
oscuro. Una lona reforzaba la aislaciòn del techo.
Nos metíamos por una puerta que se
daba el lujo de tener bisagras y era genial entrar y sentir la agitación de las
palomas en la penumbra, el chas chas
de los aleteos, el vientito en la cara, hasta que los ojos se nos iban
acostumbrando y empezábamos a verlas acomodarse en los alambres que cruzaban,
en los cajones con paja y comida clavados en las paredes. Naza se encargaba de
que todo estuviera bien con una dedicación que a mí me parecía demasiada. Las
agarraba todo el tiempo, les abría las plumas una por una, las revisaba y les
hablaba. Cada tanto les metía un beso ruidoso. Siempre me pareció raro ahí
adentro, como si se olvidara que estaba conmigo, o de cómo era él afuera. A
veces nos quedábamos hasta el final de la tarde y cuando el sol naranja se
metía de costado por las hendijas, aparecía un polvillito en el aire,
impregnado del olor dulzón que venía del pasto seco, del agua estancada y las
montañitas de mierda. Sentados y callados, debajo del cuchicheo monótono de los
buches que también flotaba en el aire, hasta que oscurecía y ya no podíamos
vernos.
Hacía un par de fines de semana que
no estaba con Nazareno. Mi mamá me había preguntado si sabía algo de la madre,
que le dijeron que estaba enferma; pero Naza no me había dicho nada. Nunca me
decía nada de su casa; del padre que no estaba, del hermano que se lo pasaba
poniéndole apodos y palizas cuando se le antojaba; menos me iba a decir de la
madre. A mí siempre me pareció más una hermana, bajita y flaca, asomándose a la
puerta del patio, fumando y sonriendo, dejándolo hacer, tratándolo como al nene
que no era; ladrándose como perros con el hermano.
El tema es que nunca fui solo a su
casa, así que salí para las plantas a ver si me encontraba con él o con alguna
paloma. Desde la esquina de casa vi los autos apurados de la avenida, dos
cuadras a mi izquierda y doblé a la derecha. Las plantas, le decimos con Naza a
unos eucaliptos gigantescos que están en el borde de las calles anchas, cerca
de su casa. Cuando queremos bajar palomas grandes para el palomar, decimos
“Vamos a las plantas” y listo. Porque en los eucaliptos no andan muchas, pero
cuando aparece alguna siempre son de las chaqueñas, doble pechuga, como les
dice él. El hijo de mil tiene una cancha tremenda para pegarles en un costado y
voltearlas casi sin lastimarlas. Después del piedrazo empiezan a aletear cada
vez más bajo y corremos como locos siguiéndolas desde el suelo, con el Flecha y
las risas que se nos enredan en las piernas. Ni bien las atrapamos Naza se mete
el pico en la boca y les sopla y les pasa saliva. Dice que es para reanimarlas,
pero para mí las palomas abren los ojos de sorprendidas nomás. Esa es otra de
las cosas que tiene Nazareno, les pasa saliva, las lleva acariciándolas hasta
que llegamos a su casa. Otras veces vamos a las plantas nada más que a
subirnos, nos acostamos en las ramas y para mí es como estar en mí lugar,
solamente que mucho más alto. Ahí también veo todo distinto, hamacado por el
viento que se llena del perfume áspero, hipnotizado por los lentos cabezazos
que se dan los eucaliptos allá arriba.
Un día lo acompañé a juntar ramas con
hojas para que la madre se hiciera vapor. Pero esas tenían que ser del eucalipto de la punta, el
que tiene las ramas más retorcidas, la corteza bien rústica y solamente subió
él. Lo miré trepar con una facilidad que
nunca tuve, y eso que él siempre andaba con unos zapatos tipo mocasines. Trepó
más alto que cualquier otra vez, dejó caer las ramas al suelo y siguió
subiendo. Había un viento bárbaro y las hojas rugían con bronca; desde abajo no
podía verlo y mirar para arriba me hacía doler el cuello y la garganta.
Entonces me crucé de vereda y allá estaba, en la punta del árbol, prendido como
un mono a la cabeza de un dinosaurio de esos de cuello largo. Se había sacado
la remera, la revoleaba y gritaba, y yo también le gritaba y no podía dejar de
reírme de la emoción, pero ninguno de los dos nos escuchamos porque el viento
hacía zumbar las hojas como abejas enojadas.
Hoy tampoco estaba en las plantas.
Caminé entre la basura que desparramaban los perros y los de las casas de
enfrente. Miré las ramas con la honda lista en la mano, como hacía él. Porque
cuando andábamos juntos, yo iba distraído, hinchando las bolas, le dejaba la
cacería en serio a Naza; ahora que iba solo traté de imitarlo. Revisé con
atención, pasando rápido los ojos de una rama a la otra, buscando algún bulto
negro, una forma oscura que no sea una rama, un grupo de hojas. Vi una mancha
en la parte más alta de uno de los eucaliptos y bajé la vista enseguida. Naza
me enseñó que no hay que mirar directamente a la paloma porque se vuela, sino
que una vez que se la ubica hay que recordar el lugar, buscar la mejor posición
y después apuntar. Eso hice. Se escuchó el latigazo del elástico de la honda,
algunas ramas finitas quebrándose y el golpe apagado de la piedra contra las plumas. Me acuerdo que se vino
abajo derechito, como cuando volteamos ciruelas o un panal. El susto me dejò
clavado en el lugar: era la primera vez que volteaba algo estando solo. Después
corrí y me asusté más cuando vi que lo que había bajado era un búho.
Estaba tirado entre la basura y los
pastos, como un gato gordo que acababa de despertarse. Me miró con una pesadez
en los ojos amarillos que incluso ahora, acordándome, me pone nervioso. Lo moví
con el pie para que se volara, pero lo único que hizo fue abrir el pico negro y
chato para soltar un uúó sereno y
cortito. Lo peor era que no dejaba de mirarme y se quedaba echado de espaldas
como descansando, mostrando la panza pálida y rayada, las patas negras cerradas
en el aire. Unas plumas oscuras le salìan fuera de la cabeza como cuernos
delicados y le daban aire de importancia.
Por la calle no andaba nadie,
solamente iban y venían las sombras largas de los eucaliptos. No supe qué
hacer. Hasta que me cayó como un rayo la idea del palomar. Me vi llegando a lo
de Naza con el búho, contándole que lo había bajado yo solo; Nazareno seguro se
reiría y diría “pero este es un triple pechuga”, le abriría las alas
larguísimas, se fascinaría con el filo de las patas. El entusiasmo me hizo
agarrarlo sin pensar. El búho ni se mosqueó, pero era pesadísimo y tuve que
apoyármelo encima, como si lo hiciera a upa. Me impresionó lo hermoso que era
el lomo, con plumas suaves de distintos tonos y manchas cafés; entre los dedos
sentí la fuerza y el vigor de las alas. En la basura encontré tirada una caja.
Me pareció que sería mejor llevarlo escondido; por suerte se dejó meter sin problemas.
La llevé agarrandola de abajo porque no iba a aguantar y fue rarísimo caminar
sin saber qué hacía el pájaro ahí adentro, solamente sentir el peso desparejo
en las manos, escuchar cada tanto algún arrullo cortito, el ruido de las patas
rayando apenas las paredes de cartón.
A medida que faltaba menos me
entusiasmaba pensando lo que sería meter el búho en el palomar; la locura
inicial de las palomas, después verlo acomodarse en la parte más alta, como un
director de orquesta con su traje elegante de bronce, dándole con sus uúó algo de volumen al coro chato de las
palomas.
En lo de Naza estaba todo cerrado.
Entré por el costado, pasé al lado de una moto que no conocía. En el patio no
estaba. Me llamó la atención lo distinto que estaba desde la última vez. El
pasto alto tapaba las porquerías del suelo, contra la pared una pila de motos
enteras; donde estaba la tapa de heladera solamente quedaba la marca del sol.
El palomar parecía abandonado, la lona del techo corrida para un costado casi
se caía. Dejé la caja con cuidado en el suelo. Unos vaqueros pesados que
colgaban del alambre me mojaron cuando me acerqué a mirar por las hendijas;
aunque no pude ver nada, escuché las palomas, olí el encierro de días. Algo se
movió a un costado y de la cucha salió el galgo, estaba altísimo y me miró con
desconfianza. “Qué pasa Flecha”, le dije, pero me gruñó y empezó a acercarse
con la cola baja. Los pelos se le pararon en el lomo, me pegué contra el
palomar, alguien hizo un ruido con la boca y el perro se fue. Nazareno
apareció, estaba en cuero, con la remera en un hombro, pantalón corto y los
zapatos de siempre manchados con grasa. Como el galgo, estaba más alto y flaco.
Me pasó por al lado y fue hasta la canilla; se lavó la cara en el chorro fuerte
y helado. Después se me paró al lado.
-Qué hacés –me saludo mientras se
secaba la cara con la remera.
Miré la caja, pero no dije nada.
Preferí esperar un poco, volver a acomodarnos después del tiempo sin vernos.
-Nada, vine. Está para ir a las
plantas –le mostré la honda.
La vio y le asomó una risa de viejo.
Me la sacó de la mano, agarró una piedra del suelo, estiró los elásticos como
yo nunca pude y la tiró vaya a saber dónde. Cuando me la devolvió, otra vez
estaba serio.
-No –me dijo-. Ya me voy a trabajar.
Seguramente vio la cara que puse,
pero no dijo nada. Se puso la remera, contuve la respiración cuando pasó por al
lado de la caja. Se sentó en una de las motos; después habló mirando el suelo.
-Estoy yendo con mi hermano al
taller. Le doy una mano con las motos y me da unos pesos.
Traté de reírme como si la noticia no
me sorprendiera.
-¿Y tu vieja qué dice? -me sentí un
estúpido al hablar.
Naza me miró, volvió a mirar el suelo
y escupió para adelante. Tardó un momento en hablar.
-Está enferma –dijo, y la voz le
salió gruesa.
No se me ocurrió nada para decirle.
-Vamos, borrego –dijo el hermano
saliendo de adentro.
Nazareno se bajó rápido de la moto.
El hermano no me saludó, traía un cigarrillo prendido en la boca y se puso a
revisar la moto que estaba en el costado de la casa. Una señora llegó en una
bici vieja. Tenía un pañuelo atado en la cabeza, pero dos mechones se le habían
salido por adelante, era rubia o canosa y usaba anteojos de sol. Dejó la
bicicleta contra la pared, se acercó a saludar al hermano que no le dio pelota
y la mujer le dio un beso en la cabeza.
-Hola corazón -le dijo a Nazareno y
le besó con fuerza el cachete.
-Tía
Se me vino a mí y me dio un beso que
me hizo sopa, recién ahí me di cuenta que lloraba.
-¿Cómo está tu madre? –le preguntó al
hermano que levantó los hombros y siguió en la suya.
-Tosió toda la noche y se levantó
tres veces al baño –dijo Naza mirando el suelo.
La mujer suspiró y le acarició la
cabeza, se sonó con un pañuelo arrugadísimo que traía en la mano y se metió
adentro. Me pareció que la caja se movía y me aterró pensar en el búho
apareciendo en cualquier momento. Aproveché que el hermano también entró para
hablarle.
-¿Las palomas?
Naza me miró como si no tuviera idea
de lo que le hablaba, después señaló el palomar con la cabeza
-Ahí están. Hace un montonazo que no
entro. Desde que anduviste vos, creo. Les tiro comida de afuera nomás.
Mientras hablaba me fui acercando al
palomar. Me costó abrir la puerta y cerrarla detrás mío. En la penumbra me
abalanzó el olor removido por el revuelo de alas. Cuando empecé a ver, encontré
que los cajones que estaban tirados en el suelo, el agua verde, los asientos
donde nos sentábamos, estaban cubiertos por pesados montones de mierda.
La puerta se volvió a abrir y entró
Nazareno. La primera en morirse estaba en uno de los alambres; sacudió las alas
un momento y cayó tosca al suelo, al lado de mi pie. La levanté y estaba sucia
de mierda, tenía una herida en el pecho con sangre seca. Otra dio unos aletazos
en uno de los cajones, tenía un tajo en la cabeza y un pichón en el cajón,
también muerto. La chaqueña salió volando, chocó contra las paredes y cayó como
un cascote adentro del tarro del agua. Nazareno la sacó chorreando agua sucia y
sangre. Así todas.
Miré a Naza, pero no hacía ningún
gesto, solamente movía los ojos de una paloma a la otra. Empecé a sentirme
descompuesto y salí afuera a respirar aire limpio. Al rato salió Naza con una
paloma en cada mano. Se paró en la puerta y le hizo un silbido al Flecha que
dejó de lamerse y levantó las orejas. Nazareno llevó el brazo para atrás,
después para adelante, el cuerpo dibujó una curva hermosa en el aire, desde la
mano de Naza hasta la boca abierta del galgo.
Le tiró la otra, pero el Flecha no alcanzó a manotearla y le pegó en la
cabeza con un ruido de huesos.
Naza fue entrando y saliendo con las
palomas, y yo lo estuve viendo como antes había mirado la cortina, como en un
sueño; aunque ahora era más una pesadilla, con palomas que volaban muertas y
caían desarmadas al suelo, iban formando un montón alrededor del galgo que se
había acostado y mordía apurado.
El hermano hizo retumbar el motor en
la mañana.
-Vamos –le dijo.
-Dame un pucho –pidió Naza.
-A ver cuando compras, guacho –le
tiró el que estaba fumando él.
Nazareno le dio una pitada
entrecerrando los ojos y por un segundo no se le vio nada del blanco, los ojos
eran dos agujeros, dos hendijas del palomar vacío. Salió caminando y se dio
vuelta.
-Me voy
-Dale. A la tarde paso.
-También trabajo
-Ah, bueno. Mañana.
-Dale.
Los dos supimos que mentíamos.
Arrancaron en la moto; lo último que vi de Naza fue cómo combaba la espalda
para que no se le apagara el cigarrillo.
Quedè solo. La caja se mojó con la
humedad del suelo y tuve que sacar el pájaro. Salí a la calle, pero me quedé en
la vereda. Nazareno se fue a trabajar y se le murieron todas las palomas. Yo
estoy con el búho, el sol alto y el sábado por delante, pero no sé a dónde ir.
Cuento de Jorge Policicchio. 25 de Mayo, Buenos Aires.
Cuento de Jorge Policicchio. 25 de Mayo, Buenos Aires.