Literatura recomendada: Leo Masliah, Hotel de cinco estrellas

Hotel de cinco estrellas forma parte del nuevo libro "Cuentos impensados", del músico y dramaturgo uruguayo Leo Masliah.

El control remoto del televisor no funcionaba, o por lo menos no tenía efecto sobre ese psicodélico aparato empotrado en el modular donde otras reparticiones exhibían diferentes elementos dispensadores de confort, como reproductores de distintos formatos de video y audio, café, best sellers, revistas, baleros, etc.

La súbita irrupción de un fragmento de la "Oda a las comunicaciones" de Berliowski sugirió a Gurméndez, luego de una rápida e infructuosa inspección ocular del entorno, la posibilidad de que aquella obra sinfónica constituyera el modo de expresión del teléfono de la habitación. Pero la experiencia le demostró que no.

Gurméndez probó entonces con la puerta, y si se hubiera tratado de un examen, debería decirse que aprobó: un elegante muchachote que llevaba un carrito similar al que alguna vez podría haber transportado a Alarico, rey de los visigodos, o al califa Harún Al Raschid (pero cargado de bebidas, snacks y golosinas en lugar de ADN imperial), le dijo que venía a controlar el consumo del frigobar.

Gurméndez contestó que acababa de tomar la habitación y que no había consumido nada, y aprovechó para quejarse por lo del control remoto. El muchachote le contestó que por ese asunto mejor llamara a la conserjería. Eso hizo Gurméndez, y un empleado que aseguró estar muy complacido de poder serle útil en algo, le comunicó que inmediatamente sería visitado por un técnico.

Gurméndez empezó a desempacar y también se desvistió pensando darse una ducha, pero volvió a ponerse la ropa ante la molesta eventualidad de que el técnico llegara mientras se estaba bañando. La audición de otro snack sinfónico ligero fue correctamente interpretada por Gurméndez, ahora sí, como la voz del teléfono diciendo "sí, soy yo, estoy sonando".

Una mujer que parecía haber tomado lecciones de locución con la encargada de dar la hora por teléfono, le preguntó si su estadía iba a ser pagada en efectivo, con tarjeta o con espejitos de colores. Él le respondió que quienes se harían cargo del pago eran los organizadores del congreso al que había sido invitado. Dio los nombres y números de teléfono que tenía, y aprovechó para preguntar cuánto demoraría en llegar el técnico por lo del control remoto.

Ella le dijo que intentaría transferir la llamada a conserjería. Gurméndez quedó oyendo una selección musical probablemente realizada por la suegra de Salvatore Adamo. A los cinco minutos colgó y marcó el número de la conserjería. Un empleado, identificándose con un nombre diferente del anterior pese a tributarle el mismo saludo y con la misma voz, empezó a decirle también aquello de que estaba muy complacido de serle útil, cuando Gurméndez oyó la apasionada cadencia del timbre de la puerta.

–Ah, deje, no es nada –dijo entonces–. Llamaba por lo del control remoto, pero por lo visto el técnico ya llegó.
Colgó y fue a abrir la puerta. No era el técnico sino, otra vez, el muchachote del frigobar.

–Mil perdones, señor –dijo–. Quisiera saber si no le sería muy inoportuno que yo efectuara en este momento el control del frigobar, ya que tengo que hacerlo de todos modos a esta hora.

–No consumí nada –dijo Gurméndez, y abriendo del todo la puerta y perfilándose contra la pared agregó: –Pero pase, si quiere verificar.

–No, no, con su palabra es suficiente.

Gurméndez cerró la puerta y llamó a la conserjería con la intención de pedir que, si el técnico estaba a punto de visitarlo, lo demoraran un cuarto de hora, a fin de poder bañarse tranquilo. Pero el que lo atendió no lo dejó terminar su exposición. Le dijo que él no estaba al tanto de su problema, pero que inmediatamente se interiorizaría de sus pormenores y le enviaría al técnico para que solucionara el desperfecto. Gurméndez reintentó hacerle comprender que no quería al técnico enseguida. El otro entendió entonces que el técnico ya no era necesario. Gurméndez se cansó y colgó. Se desvistió y entró al baño.

Al principio creyó que la luz no funcionaba, pero luego de tres o cuatro cambios de posición del interruptor se dio cuenta de que el mecanismo estaba dispuesto para que el lugar fuera iluminándose gradualmente. Usó el inodoro y después comprobó que el dispensador de papel higiénico, a pesar de su estilo Luis XV con algunos toques Madame de Pompadour mezclada con Catalina de Rusia y Condoleezza Rice, no permitía la extracción de más de unos pocos centímetros.

La tira se cortaba y levantando la tapa tal vez se habría podido extraer más, pero la tapa hacía tope con la parte inferior del lavabo. Y para quitar la tapa, que parecía atornillada desde atrás, se habría requerido abrir un boquete en la pared desde la habitación contigua.

Había un bidé, pero parecía exclusivamente decorativo ya que no emitía agua por ninguna parte. Gurméndez se empezó a duchar y oyó que sonaba la "Oda a las comunicaciones". "No, no voy a ir a abrir", se dijo. Pocos segundos después, una mucama abría la puerta del baño.

–Huy, perdón –dijo–. Creí que el señor se había ausentado dejando la llave del agua abierta, y quise entrar a cerrarla. Yo venía para preguntarle si necesitaba servicio de habitación.

–No, gracias –dijo Gurméndez, y le iba a preguntar si ya que estaba ahí no quería enjabonarle la espalda, cuando vio pasar al muchacho del frigobar, que avanzaba resueltamente por el pasillo en dirección al dormitorio. La mucama se retiró y él, furioso, cerró la llave del agua y se secó rápidamente. Salió del baño y llegó a interceptar al muchacho, que estaba por salir.

–Creí que había dicho que le bastaba con mi palabra –lo increpó–. Además, usted no puede entrar sin llamar.

El otro le aseguró que su prioridad en la vida era el bienestar de los huéspedes, y después de perder cuatro kilos de peso consumiéndolos en disculpas, le pidió la confirmación de que había tomado un agua tónica del frigobar. Gurméndez le aseguró que no. El otro especuló con la posibilidad de que él, concentrado en pensamientos relacionados con sus negocios, hubiera consumido la bebida inadvertidamente. Cuando Gurméndez volvió a decir que no, conjeturó entonces que el consumo debía de haber sido efectuado por el anterior ocupante de la habitación, y que el agua tónica no había sido repuesta por falta de existencias, o por descuido de su compañero del turno anterior.

–Habrá que esperar hasta pasado mañana para verificar esto –agregó–, porque mi compañero mañana tiene franco.

–Yo no me voy a quedar hasta pasado mañana –dijo Gurméndez, y después de vestirse a los apurones, en desmedro de la camisa, que perdió dos botones y cierto grado de continuidad entre una de las mangas y la base, bajó hecho una furia para quejarse en la conserjería y en persona, para asegurarse de ser comprendido. Pero se dio cuenta de que su queja debería esperar mucho, porque todos los empleados estaban aplicados al ingreso de un contingente de sesenta holandeses que acababa de llegar.

Quiso volver a la habitación, pero la tarjeta magnética no accionaba la cerradura. Enfiló nuevamente hacia la conserjería. Habían despachado solamente a dos holandeses; Gurméndez tuvo que esperar otros cincuenta ingresos para que algún conserje pudiera atenderlo.

–A ver –dijo el que le tocó, no sin antes expresar la altitud de la estima en que lo tenía la cadena a la que pertenecía el hotel–, ...el problema es que no está especificada la forma de pago –explicó–; por eso no se pudo habilitar la tarjeta.

Gurméndez quiso proporcionar, una vez más, los datos de los organizadores del congreso, pero no podía hacerlo sin entrar a la habitación. El conserje lo invitó a esperar en la puerta. La primera persona disponible sería enviada, ya que allí todos estaban para trabajar cooperativamente en aras de hacer su estancia lo más placentera posible, y aunando esfuerzos seguramente podrían ayudar a Gurméndez a superar el trance. Él hizo caso, pero después de veinte minutos de espera sólo vio pasar a un holandés perdido, y poco después, al del frigobar, que lo saludó pero sin reconocerlo. Gurméndez le pidió que le abriera la puerta de su habitación.

–¿Está seguro de que es la suya? –fue la respuesta–. Lo más probable es que la tarjeta no le funcione porque se equivocó de habitación. Esas distracciones ocurren todos los días, usted no se preocupe. Para eso estamos nosotros. Dígame cuál es su número de habitación y con mucho gusto voy a indicarle el camino que debe seguir para encontrarla.
Gurméndez le recordó el episodio del agua tónica faltante, para convencerlo de que la puerta frente a la que estaban era la de su habitación, y no la de ningún otro. El muchachote consultó sus papeles.

–Sí, efectivamente –dijo–. Ya realicé el control del frigobar de esta habitación. Por desgracia no me está permitido volver a hacerlo hasta mañana.

–Yo no le pido que haga el control, le pido que me abra la puerta –chilló Gurméndez.

–Le pido un millón de disculpas, señor, pero yo solamente estoy autorizado a abrir las puertas para hacer el control del frigobar. Y dicho esto, se despidió expresando el más vivo anhelo de una pronta solución al contratiempo.

Gurméndez volvió a dirigirse hacia la conserjería, resuelto a abrirse paso por sobre las cabezas de cuantos nuevos huéspedes se interpusieran en su camino. Pero en el pasillo vio un teléfono público y por suerte tenía una moneda, que le habían dado como cambio al pagar el viaje desde el aeropuerto. Quería llamar a los organizadores del congreso, para quejarse y también averiguar a qué hora irían a buscarlo.

Pero el teléfono no aceptaba monedas, era sólo de tarjetas. Y un cartel de acrílico aclaraba que la profunda devoción profesada hacia los huéspedes por la gerencia del hotel obligaba a ésta a informar, a fin de evitar pérdidas de tiempo, que ninguna dependencia del establecimiento vendía tarjetas telefónicas, las cuales podían ser adquiridas en comercios de plaza.

Los porteros frenaron a Gurméndez cuando lo vieron salir a pie del hotel. Le dijeron que eso era algo muy peligroso. Además, enterados de su propósito, añadieron que quioscos por ahí no. Se ofrecieron a conseguir ellos una tarjeta y llevarla a su habitación en el correr del día. Él les dijo que no, que gracias, pero que cuando él pudiera entrar a su habitación también podría hablar por teléfono desde allí. Ellos rieron cortésmente, como lo hacían siempre ante las humoradas de los huéspedes excéntricos.

Gurméndez reenfiló hacia la conserjería, pero no había nadie atendiendo. Sólo estaba el holandés errante que había visto pasar durante su espera en la puerta de la habitación. Buscando en las inmediaciones de los mostradores Gurméndez encontró una oficina en cuya puerta se leía "Privado".

Una esbelta mujer peinada con cola de caballo del derby de Kentucky le preguntó qué buscaba y él empezó a verter dolidas expresiones referidas a cada uno de sus malestares. Ella se ofreció a acompañarlo a la conserjería, donde, según dijo, lo escucharían atentamente, compenetrándose de todas sus necesidades para poder cubrirlas lo antes posible y del modo más satisfactorio. Él le espetó que estaba harto de la buena voluntad de los conserjes y le dijo su nombre y apellido, para que los recordara cuando los viera en todo periódico o revista donde quisieran hacer públicas sus quejas.

–¿Gurméndez? –dijo ella sorprendida–. Precisamente acaban de irse unas personas que lo estuvieron llamando a su habitación y usted no contestaba. Dijeron algo de que se había adelantado el horario de su conferencia, o algo así, y deploraron que su ausencia les impidiera conducirlo a tiempo a la sede del congreso.

El setenta por ciento de agua de que se componía el cuerpo de Gurméndez entró en ebullición. Tomó a la mujer del pescuezo y empezó a sacudirla y a darle la cabeza contra la pantalla plana de su computadora. Ella alcanzó a dar un par de relinchos que convocaron a tiempo a la caballería de conserjes y botones.

Hoy Gurméndez purga condena en la cárcel de aquella ciudad. No es una cárcel de cinco estrellas, ni de cuatro ni de media luna o cuarto de lucero, pero cuando es la hora de comer le dan guiso carcelario y no un plato vacío acompañado de un discurso sobre el denodado interés que las autoridades tienen en que él siga una dieta equilibrada. (Fuente: Crítica Digital)